DON ISIDRO, en la mesa, examinando un libro de cuentas, DOÑA TRINIDAD, en el centro, sentada ; junto a ella, DON NICOMEDES, sentado como en visita, LUENGO, en pie. ISIDRO. - (Dando un gran suspiro, cierra el libro de cuentas.) Si Dios no hace un milagro, no hay salvación para mi casa. TRINIDAD. - (Afligida.) ¡Jesús nos valga ! LUENGO. - Querido don Isidro, ánimo. Una retirada honrosa, como dijo el otro, vale tanto como ganar la batalla. NICOMEDES. - Justo. El valor es plata, la prudencia oro. ¿Que no puede usted vencer ? Pues se retira en buen orden, y... LUENGO. - Y acepta el traspaso que le propuse. TRINIDAD. - ¡Traspasar, rendirse cobardemente ! ¡Ay, si viene la miseria no es decoroso que nos entreguemos a ella sin lucha ! ISIDRO. - (Con gran abatimiento.) ¡Luchar ! ¡Qué bonito para dicho ! Pero, en fin, luchemos, alma, luchemos. (Reanimándose.) Cierto que aún podríamos... Luengo querido, don Nicomedes, yo veo un medio de salir a flote, con paciencia, y tiempo por delante... pero necesito del concurso de los buenos amigos... LUENGO. - Don Isidro de mi alma, dona Trinidad, bien saben que les quiero como un hijo... ¡Ah, si yo tuviera capital, ya estaba usted salvado ! Pero es público y notorio que mis corretajes no me dan más que lo comido por lo servido. El amigo don Nicomedes, a quien hablé esta manana de parte de usted, ha tenido la bondad de venir conmigo para manifestarles...