Llamadme Ismael. Hace unos anos -no importa cuánto hace exactamente -, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a nave gar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste ; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso ; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes ; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada ; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano. Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, cenida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral : el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es banada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.