Habiendo vivido quince anos en este lugar, y no habiendo encontrado aún el menor rastro o vestigio humano, lo más probable era que, si alguna vez llegaban hasta aquí, se marchasen tan pronto les fuese posible, pues, por lo visto, no les había parecido conveniente establecerse allí hasta ahora. El mayor peligro que podía imaginar era el de un posible desembarco accidental de gentes de tierra firme, que, según parecía, estaban en la isla en contra de su voluntad, de modo que se alejarían rápidamente de ella tan pronto pudiesen y tan solo pasarían una noche en la playa para emprender el viaje de regreso con la ayuda de la marea y la luz del día. En este caso, lo único que debía hacer era conseguir un refugio seguro, por si veía a alguien desembarcar en ese lugar. Ahora comenzaba a arrepentirme de haber ampliado mi cueva y hacer una puerta hacia el exterior, que se abriera más allá de donde la muralla de mi fortificación se unía a la roca. Después de una reflexión madura y concienzuda, decidí construir una segunda fortificación en forma de semicírculo, a cierta distancia de la muralla en el mismo lugar donde, hacía doce anos, había plantado una doble hilera de árboles, de la cual ya he hecho mención. Había plantado estos árboles tan próximos unos a otros, que si agregaba unas cuantas estacas entre ellos, formaría una muralla mucho más gruesa y resistente que la que tenía.