A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso : lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que "Adiós, mujer... vayas muy dichosa" . No cabía que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él : hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto : que con venir diariamente a la Granera, no lo conocía aún. La Comadreja la acompanó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que merecían el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes ; el despacho del jefe, y el cuadro de las armas de Espana trabajadas con cigarros, orgullo de la Fábrica ; los almacenes ; las oficinas ; pero también el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.