Había un companero de oficina, un senor Picardo, que nos divertía infinito -díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís. Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo ! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada manana para desesperar al santo varón. Picardo padecía la enfermedad de admirar ; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del Congreso ; apasionado de Silvela, como estadista ; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión. -Verá usted lo que todos opinan... -A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.