Laura y la vieja Martina suspiraron, alzando los ojos y el corazón al Senor. La enferma las había mirado y sonreído. Sus secas manos asían crispadamente el embozo de las ropas ; los párpados y ojeras se le habían ennegrecido tanto, que parecía mirar con las órbitas vacías. Pero, estaba mejor ; lo decía sonriendo. Laura puso el azulado fanal al vaso de la lucerna ; envolviose en su manto de lana, cándido y dócil como hecho de un solo copo inmenso y esponjoso ; y, acercando la butaca, reclinó su dorada cabeza en las mismas almohadas de la madre. Todo el celeste claror de la pequena lámpara, que ardía dulce y divina como una estrella, cayó encima de la gentil mujer. Descaecida por las vigilias y ansiedades, blanca y abandonada en el ancho asiento, su cuerpo aparecía delgado, largo y rendido, de virgen mística después de un éxtasis ferviente y trabajoso. Pero, al levantarse para mirar y cuidar a la postrada, aquella mujer tan lacia y pálida, se transfiguraba mostrándose castamente la firme y bella modelación de su carne. Venciendo su grosura y cansancio salió Martina, apresurada y gozosa ; y golpeó y removió al criado de don Luis, que dormía en el viejo sofá de una solana, cerrada con vidrieras.